El niño que no sabía decir
Aquel día, amaneció a la misma hora que el día anterior, y de la misma forma, los rayos de sol entraron por la ventana de la habitación de Lolo, que dormía plácidamente en su cama. Él se despertó al notar la cálida caricia. Tenía hambre, así que comenzó a llorar. En seguida apareció su madre, en bata y zapatillas de andar por casa. Ella no necesitaba que Lolo dijera nada, ya sabía lo que su pequeñín quería.
¿Dije pequeñín?
Bueno, Lolo era un niño pequeño, sí, porque solo tenía seis años. El problema es que Lolo lloraba igual que los niños más pequeños, y lo más importante de todo es que todavía no había aprendido a hablar. Pero para entender toda la historia hay que contarla desde el principio.
Cuando Lolo nació, era un bebé normal y corriente. Encantador y suave, como todos los bebés. Llorón, comilón y dormilón, como todos los bebés. Y como todos los bebés, con solo llorar dos veces y media, tenía a su papá y a su mamá llevándole todo lo que quería.
Cuando quería comer, lloraba mientras se sujetaba la barriga con las manos, como si le doliera horriblemente, y su madre enseguida le llevaba una papilla riquísima.
Cuando quería jugar, miraba a su papá y sonreía y agitaba los brazos y daba palmadas, todo para que su papá entendiera que quería juego. Y si con eso no bastaba, lloraba enfadado tirando sus juguetes al suelo, y su papá enseguida dejaba de hacer lo que tuviera entre manos para jugar con Lolo.
Cuando quería agua, se mordía suavemente la lengua con los labios, igual que cuando alguien saborea algo desagradable o muy espeso, y con eso, su papá y su mamá entendían que tenía la boca seca.
Cuando se hacía caca en el pañal… bueno, no hacía falta que hiciera nada, sus papás se daban cuenta enseguida de que algo no olía bien.
El problema llegó cuando Lolo creció y cumplió dos años. Todos los niños de su barrio, de su bloque de pisos y de su clase en la guardería habían aprendido, antes o después, a hablar. Una niña que vivía en la segunda planta había dicho sus primeras palabras (“mamá”, tate y tele) con sólo ocho meses. Uno de los hijos de los amigos de sus papás había tardado un poquito más, casi un año, pero desde entonces no se callaba. Señalaba todo lo que veía por la calle y decía su nombre, como si quisiera demostrar a todo el mundo que sabía lo que estaba diciendo. A lo mejor señalaba a un perro y decía “Guagua”, pero si veía al perro de su vecino, decía “Atto”, porque sabía que el perro de su vecino se llamaba Astro.
En cambio, a Lolo no le importaba demasiado. Además, no es del todo correcto afirmar que Lolo no sabía hablar. A veces, él se acercaba a su papá y muy serio, extendía la palma de su mano y decía “abo-ita-tata” (o algo así). Siempre hacía lo mismo a la misma hora. Y por eso, su papá entendía que Lolo quería que le diera galletas para merendar.
Cuando quería dormir, se sentaba en el regazo de su mamá mientras ella veía la tele, se hacía un ovillo y simplemente, se dormía. Más claro que el agua.
Cuando quería salir a la calle, se quedaba junto a la puerta de su casa, agitando las llaves de su mamá todo lo ruidosamente que podía para que le oyeran. Y enseguida sus papás se arreglaban un poco y se lo llevaban a dar un paseo por el barrio.

Las amigas de la mamá de Lolo le preguntaban por qué su niño no hablaba. Y la mamá de Lolo les decía: “Si mi niño, hablar, habla; lo que ocurre es que no dice nada”. Por eso la mamá de Lolo no se preocupaba, porque sabía que su niño no era mudo, y mucho menos, tonto. Hay que ser muy listo para ser entendido sin tener que decir ni una palabra.
Como ocurre con todos los niños, Lolo siguió creciendo. Cumplió tres, cuatro años. Y seguía sin decir nada de nada, a pesar de que hablaba mucho. Lolo hacía dibujos muy bonitos en la escuela. También era un niño bastante ordenado, alegre y guapo como pocos. Pero por alguna razón, como si se le hubiera olvidado, o como su boca no supiera vocalizar, no decía nada.
Sus padres empezaban a preocuparse.
Papá decía que si no aprendía a hablar, tendría muchos problemas de mayor. No conseguiría tener amigos, porque no le entenderían, ni conseguiría aprobar algunas asignaturas en la escuela, como Lengua y Literatura. A lo mejor se quedaba triste y solo, y ningún padre quiere que su hijo se quede triste y solo. Por eso su papá estaba preocupado.
En cambio, Mamá decía que a lo mejor Lolo tenía un idioma propio y único. A lo mejor, decía ella, se hacía famoso por tener un idioma tan extraño como el suyo. Pero mamá sabía que eso era imposible, así que también se preocupaba.
Así que llevaron a Lolo al médico. El médico les dijo que Lolo estaba sano, no tenía ningún problema en la garganta ni en las cuerdas vocales, y como dije antes, de tonto no tenía ni un pelo.
Así que regresaron a casa. Lolo estaba muy triste porque sus padres se preocupaban mucho por él, así que se puso a llorar. Antes de que hubiera terminado de decir el primer “buah”, sus padres le habían llevado galletas, juguetes, agua… todo lo que Lolo pudiera querer.
La mamá de Lolo llamó a su padre. Es decir, no al padre de Lolo, si no a su propio padre, o sea, el abuelo de Lolo. Le preguntó si antes en su familia había pasado algo parecido.
-¿Cómo dices? – Preguntó el abuelo de Lolo.- ¿Estás preocupada porque el niño no sabe decir nada? Ah, eso no es nada grave. Tráelo a mi casa del pueblo, y verás cómo se cura enseguida.
En menos de lo que tarda en cantar un gallo, los papás de Lolo le habían llevado a la casa de sus abuelos, en el campo. Los abuelos insistieron para que dejaran a Lolo en la casa durante un par de días. Lolo había estado muchas veces en casa de sus abuelos, pero nunca sin sus padres.
Cuando sus padres se marcharon, Lolo entró en la casa con sus abuelos. Su abuela se sentó en el sillón a coser una camisa, y su abuelo se sentó en una butaca, para leer el periódico. Y ya está. Lolo se quedó mirándolos, esperando a que le dijeran o le hicieran algo. En seguida comenzó a aburrirse, pero no tenía cerca juguetes, para lanzarlos al suelo. Se puso a llorar con toda la pena del mundo.
-¿Ya echas de menos a tus papás? –Dijo su abuela.- ¿Por qué no sales fuera al jardín, a jugar con Oveja?
Lolo miró enfadado a su abuela, pero le hizo caso. Oveja no era en realidad una oveja, sino un perro. O más bien, una perra, porque era hembra. Era la perrita de sus abuelos, pequeña y muy juguetona, y con el pelo largo, blanco y muy rizado. Parecía una oveja en miniatura.
Rápidamente se cansó de jugar con Oveja, así que entró otra vez en la casa. Allí se acercó a su abuelo con la mano extendida, porque le había dado hambre y quería una de las deliciosas galletas caseras que preparaba.
-Abo-ita-tata.- Dijo Lolo. Su abuelo lo miró extrañado, y siguió leyendo el periódico.
-Abo-ita-tata.- Dijo de nuevo, señalando la palma de su mano con un dedo. De nuevo, su abuelo le ignoró.- Ita-ta-ta. ¡Ta-TAA!- Lolo estaba empezando a desesperarse.
-¿Qué es una itatata? ¿Es alguno de tus juguetes?- Preguntó su abuelo. Lolo negó enérgicamente con la cabeza.
-ABO-ITA-TATATATA.- Lolo repetía lo mismo, lentamente, para que su abuelo lo entendiera bien, mientras se señalaba la palma extendida de la mano con su dedo índice.
-¿Quieres que te haga cosquillitas en la mano?- Su abuelo le acarició la palma de la mano, pero Lolo la apartó enfadado.- ¿Entonces te duele la manita? ¿Quieres que te unte pomada?- De nuevo, Lolo sacudía la cabeza.
-ITA-TA-TA. ABO. TATA. ¡ABO-ITA-TA-TA!
-Lo siento, querido, no te entiendo. – Dijo su abuela, y siguió cosiendo.- ¿Tú le entiendes, abuelo?
-No… creo que lo que quiere es que le enseñes a coser…
-¡Que no! ¡Que lo que quiero es una galleta para merendar!-gritó Lolo con todas sus fuerzas.
Sus abuelos lo miraron con una sonrisilla. Lolo se dio cuenta de lo que acababa de hacer. ¡Había hablado! ¡Y había dicho algo!
-Pues si querías galletas, ¿Por qué no lo habías dicho antes? Justo hace un rato metí una bandeja llena de galletas en el horno.
Así que los abuelos llamaron a los papás de Lolo para que volvieran. Lo único que ocurría es que Lolo no había aprendido a decir nada porque nunca le había hecho falta. Sus papás siempre le daban todo lo que quería con sólo llorar o señalarlo con el dedo.
Desde entonces, Lolo aprendió a decir muchísimas cosas, y sus padres nunca más tuvieron que preocuparse.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.